Para los inmigrantes de todas las procedencias viajar a América era toda una odisea. Con suerte, en un mes y medio llegaban. Esto considerando un pasaje sencillo, sin escalas largas. Los que comenzaban desde el interior de las estepas para llegar a lo profundo de las pampas podían tardar hasta tres meses. Un pasaje de tercera clase en un barco de inmigrantes equivalía a un tour por los suburbios del infierno con comida incluida y con opción a todas las comodidades, desventuras y pestes que el siglo diecinueve ofrecía.

Las compañías navieras embarcaban la mayor cantidad de gente en sus barcos para engrosar sus ganancias. Algunos de esos barcos eran de carga. Las camas estaban dispuestas en dos pisos y tanto se había ahorrado en las maderas de sostén que los que dormían abajo rozaban con la nariz el jergón de arriba. En el diario de viaje de un inmigrante suizo, se lee: "Nuestro entrepuente se asemeja más a un establo para vacunos que a una vivienda, y nadie permanece sino el tiempo indispensable en ese agujero oscuro sin ventilación al que lleva una sola entrada, como no sea para cambiarse de ropa, y de noche para proporcionar un poco de reposo a los miembros cansados, atormentados, porque no hay lugar para ello en cubierta. Aquí falta todo. No hay lugar ni para estar de pie, ni para sentarse ni para acostarse... En pocas palabras: la carga humana se trata, ni más ni menos, que como una mercadería a la que debe prestársele estrictamente la atención suficiente para asegurarle lo indispensable para subsistir ".
Durante los primeros quince días el mareo los tenía atornillados en el colchón, o bien echados sobre la borda arrojando al agua el contenido de sus estómagos y tratando de que la buena brisa del océano aventara el desconsuelo y el color verdoso de sus caras.
El ocio se matizaba con canciones del terruño, escuchando a los tocadores de acordeón, tejiendo, rezando, fumando, jugando a los naipes, leyendo folletos sobre emigración y tratando de aprender el español.
Privados del placer de remolonear en la cama, se levantaban al alba. Tras enjuagarse las lagañas con agua de mar, comenzaba la espera del desayuno que se servía a las 8. Por suerte, las comidas cortaban la jornada sin fin. Un desayuno tipo consistía en sopa de batatas, un día mezclada con arvejas y el otro con arroz. El almuerzo del mediodía era sopa de papas o batatas hervidas con carne salada o tocino. A las cinco se servía la cena; sopa de papas con arroz y porotos. En la variedad de féculas estaba el gusto.
Con semejante plan de comidas, iguales entre sí como las cuentas de un rosario, había que durar entre cuarenta y cuarenta y cinco días. El estómago emitía sus quejas. Los platos estaban cocidos en manteca rancia y repugnaban a tal punto que a la larga muchos preferían pasar hambre.
Además de las cucarachas —pasajeras infatigables de todo barco que se precie— la suciedad se completaba en este caso con chinches y piojos de cabeza. El amontonamiento y la falta de aire del entrepuente alentaban la multiplicación de toda clase de insectos que se alojaban en los colchones. Una escena común era ver a las madres sobre cubierta en las tardes cálidas de los trópicos despoblando con paciencia tierna las cabezas de sus hijos.
En el barco estaban obligados a convivir militantes autodidactas y labriegos analfabetos; familias que educaban a su prole en el temor a Dios, y muchachones inescrupulosos, rudos, poco sociables, que se lanzaban a una aventura solitaria. No eran raras las discusiones.


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